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Viajando con los oídos

El aviso rezaba “Muestra Internacional de Narración Oral Escénica”. Era parte de la programación official del Festival Iberoamericano de Teatro de 1990. Hasta que un día, ya avanzado el festival decidí ir a ver qué era eso de la Narración Oral Escénica. Quién iba a pensar que esa decisión cambiaría tantas cosas.

¿Dónde carajos quedaba la plazoleta del Chorro de Quevedo? Nunca en mi vida me había aparecido por el barrio La Candelaria y era el sitio establecido para las presentaciones. Después de caminar un rato largo buscandola llegué a ese sitio mágico. En adelante no falté a ninguna de las presentaciones programadas de quienes llamamos cuenteros. Al final de una de éstas sesiones, una de las artistas, Dora Triviño, hizo la invitación a quienes estuvieran interesados en participar del grupo de narradores que se encontraba formado en El Teatro Popular de Bogotá. El encanto había sido tanto que sin dudarlo estuve el día que ella había dicho se reunían.

El vigilante no tenía ni idea de qué se trataba, no había nadie más que yo en la entrada del teatro, el grupo de cuenteros no estaba y después de esperar un rato largo apareció uno de los que había visto durante el festival. Después de ires y venires, de participar como espontáneo en varios de los ensayos y talleres de voz de este grupo supe que en la Universidad Nacional había un espacio donde todos los viernes se reunían cuenteros a narrar sus historias. ¡Cómo diablos no tenía ni idea de esto! Resultó que había visto en un par de ocasiones un grupo de gente reunida en lo que se llama El Cenicero, la Perola... es decir detrás de lo que fue la cafetería central y era ese el sitio de reunión y me estaba perdiendo de esa maravilla.

Pues los viernes siguientes estuve viendo a esta gente contando una vainas buenímas y yo me decía ¡qué delicia estar ahí parado! Y empecé a pensar qué libros de cuentos tenía yo en la casa y empezaron a salir de la biblioteca y los cajones. Pues venga, como dicen los españoles y de la manera más inocente escogí uno para contar; a aprendérmelo, ensayarlo y, sin saber cómo, decirle a uno de los que coordinabn el espacio que yo quería contarlo. Y un viernes cualquiera me paré y eché mi cuento.

Y aparecieron los Narradores del Espacio Vacío, nunca supe de dónde salió el nombre pero me gustaba. Eran como 13 hombres y mujeres, la mayoría con experiencia en artes escénicas y yo un principiante, tímido hasta la médula que sin saber cómo se había aventurado a un escenario y había hecho reiterativa esa aventura. Durante dos años estuve vinculado al colectivo de narradores, recibiendo alguna que otra vez buenos comentarios, teniendo tardes y noches de cuentería inolvidables, un viaje a Venezuela al Festival Iberoamericano de Cuenteros y descubriendo una faceta en mi que nunca había imaginado. El que tenía serísimos problemas de comunicación por su timidez extrema se había convertido en una figura reconocida en su facultad y hábil en cierta forma delante de público..

La época que considero una de las más felices de mi vida y que tantas veces sueño con repetir terminó dos años después de ese primer contacto en el Chorro de Quevedo. Ahora solo asisto a uno que otro evento de cuentería. Pero le cuento cuentitos a mi esosa, de los que contaba antes y alguno que otro nuevo. Si leer una historia es magnífico, escucharla es cien veces mejor. Hoy tengo en la memoria cuentos memorables que conocí narrados antes que leídos. Al releerlos oigo las voces de aquellos cuenteros y me localizo de nuevo en los espacios donde los oí una y otra vez. Sigo buscando cuentos que se faciliten para contar y sueño con lanzarme de nuevo. Y cada vez que hablo en público trato de meter un mini cuento en mi exposición para sentir de nuevo esa feliz época en que era artista de la calle y participaba de las monedas que recogíamos entre el público que agradecido permanecía horas sentados haciendo turismo con los oídos.

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